Facundo Calabró es el autoproclamado Sommelier de Alfajores, lo que significa que come, bebe y sueña con esta delicia argentina. Es un experto obsesionado con una carga realmente envidiosa. Hace poco le pasamos una caja de conitos mientras estábamos en la Fiesta Nacional del Alfajor. Le inspiró estas prosas poéticas que simplemente nos dejaron boquiabiertos:
Por el amor de Cristo, maldigo cada día que pasé sin conocer los mordiscos de Wooden Table.
Conmovido por el éxtasis que despierta su presencia, compongo estas palabras; cegado por su chocolate pétreo, escribo sus jeroglíficos; conmovido por su dulce de leche morado, escuchando todo lo que quiero oír de él, que nunca termina de decir –rumor de magma incandescente, susurro profundo–, me esfuerzo en transcribir su discurso intraducible.
“Mesa de Madera”, nombre pequeño para tal magnitud. Pero ¿con qué suerte los símbolos de nuestro pobre alfabeto podrían reflejar toda la potencia de su chocolate musculoso, musculoso y angelical, angelical y robusto? ¿Cómo - la grandeza de su dulce de leche?, ese cuerpo enigmático, portal al no sé dónde, nudo más negro de oscuridad y fuente de placer interminable; pesado, demasiado pesado, no moral, hecho de materia que no es de este mundo, eterno.
Aunque su envoltorio así lo informa, estos conos no podrían nacer en California, Estados Unidos. (Pronto serán los ídolos de un culto extranjero en Tlön.) Pero, en cualquier caso, es en Oakland donde Dios sirve. Una noche en La Falda, al finalizar el segundo día de la Fiesta Nacional del Alfajor, se me apareció alguien llamado Andreas –mensajero alado o profeta elegido–, me entregó una caja y regresó al Norte.
¿Mejor que La Habana, mejor que Cachafaz? No: porque es pecado equiparar lo secular con lo divino. Pica verlos entre el aire y las cosas cotidianas; como bombas de vacío, perturban la realidad, la deshacen. ¿Qué son? Pequeñas montañas primitivas, propias de una época dorada donde todo era pureza, donde todo era esencia: el imprescindible chocolate, el imprescindible dulce de leche, la imprescindible galleta. Quizás eso.
Su imagen arde, pero es en vano: estas palabras borrosas no son adecuadas para captar su esencia, que es inefable. Por eso elijo las de otros, las de un poeta que le cantó a un cono que se escapó de la tierra: “Dame tu estupor inmutable y la paz de tu quietud de esfinge geológica”. Entonces callaré mi tartamudez; Deja que reverbere la voz ancestral de estos jodidos conos fenomenales.